martes

La Alegoría de la Caverna:



Sócrates: En una caverna subterránea, con una entrada tan grande como la caverna toda, abierta hacia la luz imagina hombres que se hayan ahí desde que eran niños, con cepos en el cuello y en las piernas, sin poder moverse ni mirar en otra dirección sino hacia delante impedidos de volver la cabeza a causa de las cadenas. Y lejos y en alto, detrás de sus espaldas arde una luz de fuego, y en el espacio intermedio entre el fuego y los prisioneros, asciende un camino, a lo largo del cual se levanta un muro, a modo de los reparos colocados entre los titiriteros y los espectadores, sobre los que ellos exhiben sus habilidades.

Glaucón: Me lo imagino perfectamente.

Sócrates: Contempla a lo largo del muro hombres que llevan diversos vasos que sobresalen sobre el nivel del muro, estatuas y otras figuras animales en piedra o madera y artículos fabricados de todas las especies ¿crees que los prisioneros puedan ver alguna otra cosa, de sí mismos y de los otros, sino la sombra proyectada por el fuego sobre la pared de la caverna que está delante de ellos?.
¿Y también de la misma manera respecto a los objetos llevados a lo largo del mundo?. Y si pudieran hablar entre ellos, ¿no crees que opinarían de poder hablar de estas [sombras] que ven como si fueran objetos reales presentes?.
Y cuando uno de ellos fuese liberado, y obligado a alzarse repentinamente, y girar el cuello y caminar, y mirar hacia la luz, ¿no sentiría dolor en los ojos, y huiría, volviéndose a las sobras que puede mirar, y no creería que estas son más claras que los objetos que le hubieran mostrado?. Y si alguien lo arrastrase a la fuerza por la espesa y ardua salida y no lo dejase antes de haberlo llevado a la luz del sol, ¿no se quejaría y se irritaría de ser arrastrado, y después, llevado a la luz y con los ojos deslumbrados, podría ver siquiera una de las cosas verdaderas?


Glaucón: No, ciertamente, en el primer instante.

Sócrates: Sería necesario que se habituase a mirar los objetos de allá arriba. Y al principio vería más fácilmente las sombras, y después, las imágenes de los hombres reflejadas en el agua y, después, los cuerpos mismos; en seguida, los cuerpos del cielo, y al mismo cielo le sería más fácil mirarlos de noche y, por último, creo, el mismo Sol por si mismo.
Después de eso, recién comprendería que el Sol regula todas las cosas en la región visible y es causa también, en cierta manera, de todas aquellas [sombras] que ellos veían.
Pues bien, recordando la morada anterior, ¿no crees que él se felicite del cambio y experimente conmiseración por la suerte de los otros?. Y considera aun lo siguiente: si volviendo a descender ocupase de nuevo el mismo puesto ¿no tendría los ojos llenos de tinieblas, al venir inmediatamente del Sol?.
Y si tuviese que competir nuevamente con los que habían permanecido en los cepos, para distinguir esas sombras, ¿no causaría risa y haría decir a los demás que la ascensión, deslumbrándolo, le había gastado los ojos?. Pero si alguno tuviese inteligencia recordaría que las perturbaciones en los ojos son de dos especies y provienen de dos causas: el pasaje de la luz a las tinieblas y de las tinieblas a la luz. Y pensando que lo mismo sucede también para el alma indagaría si, viniendo de vidas más luminosas, se encuentra oscurecida por la falta de hábito a la oscuridad, o bien si, llegando de mayor ignorancia a una mayor luz, está deslumbrada por el excesivo fulgor.
La República. Platón. Libro VII, 1-3, 513-18.